El artista que habita el silencio de los escombros




En las pinturas de José Ignacio Agorreta, las casas vacías no están muertas. Son cuerpos donde aún resuena el eco de una vida. Parafraseando a Borges: ya todo pasó y lo que queda es sólo un eco, un tenue remanente. Esos espacios hablan de lo que fue, pero también de lo que sigue vibrando en la mirada del que observa. En la imagen que captura Agorreta hay memoria, intuición, y una cierta forma de ternura. No son ruinas: son recuerdos que no se resignan a desaparecer.


Las casas abandonadas que él pinta son justo eso: lo que quedó, lo que aún habla, aunque ya nadie lo habite.

En la obra de José Ignacio Agorreta hay un susurro que se cuela entre los muros, una nostalgia que no se impone pero que persiste. Sus pinturas no son sólo representaciones de casas abandonadas; son, más bien, una suerte de arqueología visual del alma. En ellas, el tiempo no ha pasado: se ha quedado suspendido, como el polvo que flota en el aire y sólo se revela cuando un rayo de luz lo atraviesa.


Agorreta comienza con una fotografía. No cualquier imagen, sino una que le dice algo en el alma”, como él mismo afirma. Es una elección intuitiva, íntima. A partir de esa captura, traza con precisión casi obsesiva la estructura de la imagen sobre el lienzo: una diagramación rigurosa donde cada milímetro importa. Esta fidelidad a las proporciones originales no es un acto técnico sino una forma de respeto hacia lo hallado. Es como si intentara no perturbar lo que encontró, como si al intervenir el lugar tuviera que hacerlo con cuidado, como quien despierta algo que dormía.


Y sin embargo, tras esa base casi matemática, viene el juego del arte. El artista se permite experimentar, introducir el error, la sorpresa. En ese terreno, Agorreta abandona los pinceles y las brochas. Pinta con papel de cocina, instrumento humilde y cotidiano que deja huellas irregulares, texturas inesperadas y difusas. Cuando la pintura está casi terminada, cubre la superficie con papel de periódico, dejándolo actuar como un velo, una capa que agrega presencia pero también retiene algo de lo visible. No borra, pero oculta. No tapa, pero transforma.



Es en ese cruce entre control y azar, entre estructura y juego, donde aparece lo más potente de su obra: el polvo del tiempo. No como metáfora solamente, sino como realidad pictórica. Hay en sus cuadros una atmósfera suspendida, una luz que revela lo que no se ve a simple vista. Como el rayo de sol que entra por la rendija de una persiana en una casa deshabitada, su pintura capta lo inasible: el aire denso del abandono, la belleza de lo que queda.


Agorreta no pinta ruinas. Pinta presencias. Cada obra es un intento por sostener en el presente algo que ya no está. Pero lo hace sin dramatismo, sin estridencia. Con ternura. Con juego. Con una técnica que, como el polvo, parece casi imperceptible, pero se queda en la piel.



A propósito de la exposición "Lo que queda"

Galería Ormolú (6-31 Mayo 2025)

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